El primer asalto a la montaña puso a prueba nuestra pericia en el arte del vadeo. A falta
de puente, tocó demostrar quién tenía el equilibrio de un sherpa y quién, bueno, no. De
los cinco intrépidos montañeros, solo uno mojó su bota en río, pero gracias al
todopoderoso Gore-Tex, la cosa no pasó a mayores…
A partir de ahí, nos adentramos en un bosque que parecía sacado de un cuento de
hadas… si los cuentos de hadas tuvieran árboles caídos bloqueando el camino y una
vegetación digna de la selva amazónica. El antiguo cambero, se resistía a ser encontrado.
El GPS, nuestro fiel compañero, nos guió a través de claros entre la maleza, donde las
zarzas nos recordaron, a base de arañazos, que la montaña no perdona ni un despiste.
Encontramos restos de cintas de balizaje, cual reliquias de expediciones pasadas, que
servían más como recordatorio de que alguna vez hubo un camino que como guía
efectiva.
Ascendimos por un terreno que combinaba barro, piedras y humedad en una perfecta
armonía. Llegamos a los restos de una cabaña, ahora pasto de la maleza. Tras dejar atrás
este vestigio de la civilización (o de lo que quedaba de ella), entramos en zonas más
despejadas, con pastizales y restos de otras cabañas.
En uno de los collados, junto a un caballo que nos miraba desde los alto, hicimos un alto
para “las 11”. Mientras degustábamos nuestros humildes víveres, debatimos sobre la
estrategia de uno de nuestros ausentes compañeros para ascender al Mont Blanc a base
de Doritos y Risquetos. El debate, para ser sinceros, se inclinaba más hacia el
escepticismo absoluto.
Casi sin darnos cuenta (o quizás porque la conversación sobre los Doritos nos distrajo),
alcanzamos la cima del Cuetu el Castillo (1002 m). ¡Otra cumbre sin buzón! Alguno ya
esta haciendo toda una lista.
El descenso, por un estrecho canalón, nos llevó a terrenos más herbáceos, desde donde
bajamos a los invernales de Arria. La senda, aunque bien marcada, seguía empeñada en
poner a prueba nuestro equilibrio con generosas dosis de barro. Las polainas, se
convirtieron en objeto de deseo para más de uno.
Finalmente, llegamos a un pastizal desde donde tomamos la pista de vuelta a Venta
Fresnedo. La búsqueda de un lugar digno para reponer fuerzas tras tal gesta se convirtió
en otra pequeña aventura. Al final, cual peregrinos modernos, nos acomodamos junto al
cartel del Año Jubilar Lebaniego, una coqueta y minúscula área de descanso con banco y
fuente (pero sin papelera, ¡un drama!). Allí, entre anécdotas y risas, dimos buena cuenta
de nuestras provisiones, dando por concluida, con éxito (y mucho humor), nuestra
particular expedición a este macizo.